Carta desde el sanatorio



La vida transcurría de manera monótona, entre la rutina del trabajo y el esfuerzo por resistir cada jornada. Comenzaba con el trabajo concentrado en las teorías de la jurisprudencia, organizando la defensa de los clientes, manejando papeles y planteando hipótesis. Luego, la defensa en el estrado requería vehemencia, seguida por más papeleo. Al final del día, apagaba las luces de la oficina, me dirigía a casa, enfrentándome a una hora de tráfico. La noche se resumía en calentar la cena en el microondas, cepillarme los dientes, ver la televisión por unos minutos antes de caer agotado en el sofá, y finalmente dormir. Al despertar, el ciclo se repetía: levantarme, arrastrar los pies hasta el baño, tomar un café, ducharme, planchar la camisa, tomar los papeles del trabajo pendiente, despedirme de los fantasmas de la casa, y salir apurado de nuevo hacia la oficina. . . Así transcurrirían los años, una rutina inmutable que, con el tiempo, comenzaba a afectar mi salud.


Sin embargo, esa rutina se transformó en algo llevadero y agradable desde el día en que llegaste a mi vida. Ya habías estado ahí antes, pero no lo noté hasta aquel accidente que hizo que nuestros papeles volaran por el aire. Nunca nos habríamos conocido sin ese incidente. Recuerdo que, inclinados en el suelo, fui el primero en disculparme y preguntarte: “¿Cómo te llamas?” Tú, con esa voz dulce y casi susurrante, respondiste: “Me llamo Valentina, ¿y tú?” Yo, mirándote fijamente a esos ojos negros brillantes, respondí: “Carlos”. Te levantaste, te marchaste y preguntaste si trabajabas en la oficina de contabilidad. Te dije que sí, y desde lejos, te escuché decir: “Sí, aquí trabajo. Que tengas una linda mañana.” Me saludaste con un abrazo y un beso en la mejilla antes de desaparecer. Solo pude levantar mi mano para despedirme. Esa fue nuestra primera vez, ¿la recuerdas?


Luego vinieron días de inmensa alegría, pero también el inicio del fin de mi cordura. Antes de ti, había tenido relaciones que me dieron alegría y paz, pero se volvieron rutinarias con el tiempo, y perdí el interés. Mi desencanto se repetía, y solía buscar excusas para terminar esas relaciones.


Nuestra primera salida fue una de las mejores, llena de sinceridad y apertura. Hablamos durante horas, y tú, emocionada, mencionaste que era la primera vez que alguien te invitaba a un lugar tan encantador. Yo ya estaba interesado en ti, y mientras te observaba comer, analicé cada detalle: tu hermoso rostro, tu estatura baja, tu delgadez, tu piel blanca con pecas, tu cabello castaño abultado, tus grandes ojos, tus manos algo largas, y tu sonrisa encantadora. Sentía que había rescatado a un pajarito herido y lo alimentaba con mi mano. Desde ese momento, me sentí responsable de ti, como una mezcla de paternidad y amor romántico.


Continuamos saliendo, y yo intentaba impresionarte y enamorarte. Sin embargo, mi intensidad fue creciendo y me desbordó. Te asustó, y empezaste a evitar mis invitaciones y mensajes. Cuando finalmente nos encontramos, me dijiste: “Ya no voy a salir contigo, lo siento”.


Esa noche caí en una profunda depresión. Durante meses, me hundí en alcohol y drogas para olvidar, pero solo conseguía recordarte más. Vivía en una espiral de autodestrucción, sin poder dejar de pensar en ti.


Un día, me desperté y me di cuenta del caos en mi vida: mi casa era un desastre, mi rostro estaba más arrugado, mi trabajo en peligro. Había perdido todo: el trabajo, la salud y la esperanza de que algún día entenderías cuánto te amaba. Pero una fuerza interna, llamada amor propio, me ayudó a levantarme y recuperar mi vida. Mi mejor amigo me recordó que merecía ser valorado y amado, y me motivó a seguir adelante.


Dejé de pensar en ti y me centraré en conquistar nuevas metas. Revisé proyectos inmobiliarios pendientes, hice llamadas, reuniones concertadas y busqué financiamiento. El trabajo empezó a ir bien, los clientes llegaban, y la fe en mí mismo comenzó a dar frutos. Tenía un trabajo estable, amigos, una casa bonita, un coche, y mujeres interesadas, pero todo se derrumbó cuando entraste de nuevo en mi vida.


Un día, llegaste sin previo aviso a mi oficina con tu encantadora sonrisa. Me preguntaste cómo estaba y mi corazón, todavía afectado, solo pudo responder: “Estoy bien, gracias. ¿Y tú?” Tú respondiste que seguías trabajando en contabilidad y que, aunque no ganabas mucho, tenías trabajo. Me diste un abrazo y un beso en la mejilla antes de irte. Me quedé congelado, deseando sentir el perfume de tu cuello. Me había vuelto a intoxicar.


Ese mismo día, corrí por las escaleras hasta tu oficina. Con el corazón agitado, te entregué un chocolate, el tuyo favorito, y te invitamos a cenar. Aceptaste, y yo, emocionado, esperaba que esta vez todo fuera diferente. Me propuse no apresurarme y disfrutar el camino, decidido a ser paciente ya demostrarte mi amor.


Salimos muchas veces y pasamos juntos seis meses como amigos. Te enfrentabas a problemas personales y financieros, y yo te ayudé sin que me lo pidieras. Disfrutamos de días felices, aunque no había besos ni abrazos. Estaba dispuesto a esperar.


Con la esperanza de un avance en nuestra relación, planeé una cena especial para mi santo. Sin embargo, el día anterior, tu celular estaba apagado. Cuando finalmente contestaste, tu tono era de fastidio. Te vi llegar tarde, vestida inapropiadamente para una cena especial. Durante la cena, hablamos de tu triste vida, y antes de poder plantear un avance en nuestra relación, me interrumpiste. Me dijiste que no te gustaba cómo te miraba y que preferías que no te mirara de manera intensa. Me sentí devastado, y al final de la cena, te confesé mi amor, pero tú respondiste: “Todo menos eso”.


Me levanté, pagué la cuenta y salí del restaurante, sintiéndome una cucaracha. Las lágrimas no dejaban de rodar, y la tristeza y la desesperación me llevaron de nuevo a la autodestrucción. Sentía que había perdido todo: mi dinero, mi trabajo, mi tiempo, mi corazón y mi amor propio. Tu indiferencia me había golpeado con fuerza, dejándome sin confianza en la humanidad ni en la vida.


Al final de este largo trajinar tras de ti me quedó con un gran trauma, dolores de huesos, golpes en el pecho y cicatrices en la espalda y cara. Ahora encerrado aquí paso las horas imaginando tus besos inexistentes, tus abrazos fantasmas y tus palabras de sosiego, todos encuentros inventados en mi cabeza.


Me levanto a la madrugada mirando el techo no logro reconocerlo, mi boca llena de pastillas con sabor amargo, recetadas por algún psicólogo o psiquiatra, hacen que intente desaparecer o difuminarme.


No logro entender por qué estoy otra vez en este cuarto encerrado, húmedo y frío, con vendas en las dos muñecas, enseguida cobro la razón de lo que sucedió, vuelvo cuál masoquista a repasar otra vez tu hermoso rostro por mi mente y me repito nuevamente. . la oración: "Dios porque hiciste que le espere tanto, porque di todo sin recibir nada a cambio, no entiendo, porque no me puede amar, ahora que no tengo nada y que soy nadie entiendo menos por qué, la única certeza es que aún te espero, aún te escriba pero esta vez desde el sanatorio".


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