Se sienten las mismas cosquillas en el alma, por que siguen intactas las ganas de volar entre la corriente del agua de la cascada y aquel árbol de mandarina abandonado que nos lleva a esas puertas antiguas, esas que rechinan por el tiempo.
El libro siguió escribiéndose en varios capítulos, empezando por disfrutar como introducción esos tiernos dedos blancos, frágiles de tanto tipear estupideces, pero hermosos al fin, junto a esa música electrónica y esas baladas de los ochenta a todo volumen como fondo.
Vivíamos entre el humo impulsivo, ese rojo néctar y esa tersa tela diminuta descifrándose entre mis torpes manos, esos dulces derretidos en el paladar y esa montaña verde seca por el sol por ese verano abrasador que permitió que podamos despojarnos de todo lo que nos estorbaba en ese momento en nuestras mentes.
Ella tenía una dulzura peligrosa de esas que terminan frente a un juez, ella era volátil y en ese intento por curarnos de viejas heridas nos cruzamos, nos enlazamos, nos enroscamos, nos enamoramos, nos destruimos, en una guerra llena de pasión, pero también de disparos criminales.
Ella era salvaje y al mismo tiempo la más delicada flor de un jardín de apariencias, su sonrisa malvada era adictiva, sus caricias endiabladas hablaban un idioma fácil de entender, sus besos eran drogas que te llevaban a mundos de éxtasis sin igual, en esa lucha llamada amor resistí a pesar del daño provocado porque este corazón se engalanaba como guirnaldas de sus heridas.