Muñeca de porcelana

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Conversaciones desde el Teatro Amazonas II

Mientras la obra continuaba y un arlequín entretenía a Isabel, me perdí en el brillo que rebotaba en sus ojos. No pude resistirme a quedarme un largo rato hechizado por sus grandes y cálidos círculos marrones.

—¿Qué tanto me miras? —me dijo, sonriente—. Me vas a brujear.

Reaccioné a su comentario, entre divertido y avergonzado. Ella, pequeña, de piel clara y con una frescura juvenil, acababa de entrar a mi vida como un destello.

Parecía tener unas ganas incontenibles de vivir cosas nuevas, como si un pájaro, al fin libre, hubiera escapado de su jaula. Nadie elige en qué familia nacer, pero sí las aventuras que desea vivir, pensé. Era evidente que su vida no había sido fácil.

—Discúlpame —respondí, enderezando la postura y forzándome a prestar atención a la obra que ya estaba cerca de su final.

—¿Sabes qué me gustaría hacer?

—¿Qué? —le pregunté, intrigado.

—Me gustaría aprender a montar a caballo y galopar por un campo abierto, todo verde, a toda velocidad. Como en las películas de vaqueros.

Era una imagen hermosa, pero también me pareció una clara metáfora de querer escapar. Desde mi lado seudopsicológico no pude evitar analizar su deseo. Le solté la pregunta sin filtro:

—¿De quién quieres huir?

—¿Huir? ¡Yo no quiero huir de nadie! —respondió, molesta—. ¡Solo quiero aprender a montar un caballo!

Me recriminé a mí mismo en silencio, repitiendo como si fuera una lección mal aprendida: “No debo analizar todo. No todo deseo esconde algo más profundo.”

—D.E.