Corazón de brujo,

Corazón de brujo,
solamente colado de pocimas sin miedos,
solamente dame un poco más,
yo te haré brillar envuelta en llamas,
te llevare a fiestas ilegales,
tú solamente dame un poco más,
yo te haré probar caros venenos,
tú solamente entrégate a mí toda la noche,
yo te subo a mi cadillac!

Un amor en la sucursal del cielo (Una historia difícil de contar, dedicado a mi madre)






Todo quedó guardado en la memoria de aquel viento cálido que recorrió un día por sus cuerpos, allá en la sucursal del cielo, en lo más alto de las montañas de Chillanes.

En las altas montañas de los andes ecuatorianos, al sur de la provincia de Bolívar, en  la soledad y lejanía de un pequeño y perdido pueblito llamado Tiquibuzo a inicios de los años sesenta, un jóven maestro de escuela se enamora de una humilde y sencilla mujer de campo.

El mediano de estatura, de ojos azules intensos como el cielo despejado andino del medio día, ella cobriza por el sol del azadón, pero hermosa como doncella inca, su madre aún se comunicaba con el idioma del Tahuantinsuyo, ella era descendiente de las princesas del Inti Raymi; el descendiente de terratenientes españoles, el enamorado desde el primer día que la vio, ella hipnotizada por su fulgurante mirada.

Él deja su semilla en Luisa, ella, la hace germinar en tierra fértil, fruto de este corto pero intenso amor andino nace una tierna bebé, una nueva princesa de piel blanca, de rostro fino y delicado, de cabello lacio y negro como las noches frías de Tiquibuzo. En el pueblo y en la escuela le dicen "La gringa", ella se enoja del seudónimo y lo arregla con los nudos de sus blancas manos.

Esta hermosa bebé es el único recuerdo que queda de esta intensa y corta historia de amor entre un joven maestro y una joven campesina en las montañas de Bolívar. 

El tiempo y la presión social hicieron que se bifurquen sus destinos, por su seguridad la niña fruto de su amor tuvo que crecer siempre lejos de su padre y de su madre, creció entre el multicolor y bullicioso ferrocarril andino de Bucay y la alocada ciudad de Guayaquil. 

Ella jamás entendió porque tuvo que vivir siempre lejos de sus padres, su madre insistió que era por su seguridad, ella confiesa que su padre intentó pagar sus penas, pero el tiempo es el juez invencible de la vida. En la perpetuidad tal vez se vuelvan a juntar, tal vez ahí lloren sus penas dice.

El apuesto padre de ojos azules se fue de este mundo por una falla en su corazón, su madre más tarde se iría también; en una tibia madrugada cerró sus ojos apaciblemente para partir a la eternidad.

Ella guardo lo mejor de el, sencilla y trabajadora como su madre, decidida y encantadora como su padre, su mirada sigue siendo la de Don Alfredito y su sonrisa y sentido del humor sigue intacta como la de Mamá Luchita.

En su corazón ya no hay rencor alguno por sus padres, ella les ha perdonado el abandono, se ha secado las lágrimas,  ahora vive otra historia, la de una matriarca de una familia que cada día crece como la espiga en el páramo andino.